“Mama siempre decía que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes cual te va a tocar”. Forrest Gump
A Nora
I
Desde que nací resido en la vivienda que fuera de mis abuelos maternos. Mamá la heredó cuando efectuaron la partición con tío Poroto. En el frente siempre hubo un local que durante años se arrendó para almacén. A comienzos de los noventa, con la llegada de los supermercados, don Cholo cerró la despensa y los inquilinos se fueron sucediendo sin demasiada suerte. Si mal no recuerdo hubo una verdulería, un video club, una remisería, un taller de pintura y un quinto rubro que mi memoria por algún motivo habrá olvidado. Todos se fueron antes de finalizar su contrato. Por suerte, unos meses antes de que mamá falleciera, se instaló Guido, un excéntrico vidriero que suele alumbrar mis días de extrema oscuridad.
Detrás del local hay un tipo casa de tres ambientes con un frondoso jardín, poblado por mis más preciadas glicinas, geranios y malvones. En el fondo hay otra vivienda un poco más grande pero más antigua y señorial. Los dos inmuebles tienen una única entrada por un pasillo en común donde aún reluce un reloj Paddington 1888, que trajo el abuelo Lalo cuando el General nacionalizó los ferrocarriles ingleses.
Aquí dimos nuestros primeros pasos con mi hermana Clarita. Jugamos largas tardes a la lotería. Lloramos con los radioteatros semanales y suspiramos por nuestros incipientes amores platónicos. Papá no nos dejaba ni acercar a los muchachos del barrio y el colegio de monjas era sólo para señoritas.
Yo tuve la suerte de casarme muy jovencita. Cuando murió el abuelo, mis padres me ofrecieron que me mudara al primer apartamento. “Para que íbamos a estar tan apretados”, decía mamá. Con Paco fuimos muy felices a pesar de no haber podido tener hijos. Era un buen hombre. Serio, pero muy cariñoso. Clarita nunca soportó nuestra felicidad, quizás por eso decidió marcharse a la Capital. Quería castigarme por su soltería, dejándome a cargo de la casa y de los viejos.
Cuando papá murió, le dijimos a Clarita si quería venirse a vivir con mamá, pero dijo que sola estaba muy bien. Y así se quedó. Hacía años que alquilaba un dos ambientes al frente, en el barrio de Villa Luro. Conocía vida y obra de cada uno de los vecinos de la calle Araujo y sus inmediaciones. Desde que se jubiló se había convertido en una chusma de carrera. Sus verbos preferidos eran fisgonear, husmear, escudriñar, indagar y todo lo que implique averiguar. Ni el más mínimo detalle se le pasaba por alto. Sus sentidos más desarrollados eran la vista y el oído. Además tenía un olfato que parecía un sabueso. Nunca se le escapaba una presa. Por el contrario carecía de todo buen gusto y del más mínimo tacto. Fue capaz de anunciarle a una vecina, en pleno velatorio, que su marido recién muerto la había engañado durante años con la pelirroja del Pasaje Aconcagua.
Hoy se cumplen ocho meses del fallecimiento de mamá. Clarita está ocupando la casona de atrás. Hace dos semanas tuvo que entregar su departamento. El edificio donde vivía lo iban a demoler para construir cuatro duplex. Antes de irse al cementerio me dejó las llaves de su actual vivienda. Tengo que hacer pasar a unos albañiles que le harán algunas refacciones a su nueva morada. Yo no iré a La Recoleta. Todo lo que había que hacer ya lo hice en su momento.
Con el movimiento de la mecedora y los recuerdos a cuestas supongo que me fui quedando dormida. De repente me desperté sobresaltada por los ladridos ensordecedores de Canela. Cada vez que suena el timbre mi perra inicia un concierto de chillidos que sólo cesa cuando me digno atender a quien espera en la puerta de calle.
Como puedo me ajusto la bata de satén frisada y medio entre dormida salgo al pasillo. El reloj que adorna el zaguán indica que son las 8,00 a .m. Es lunes y hace mucho frío. Corro el visillo y alcanzo a ver la silueta de dos hombres que portan en sus manos un balde, una cuchara y algunas otras herramientas. Los hago pasar. Ingresan a la finca que habita mi hermana y los dejo que cumplan con su tarea.
Otra vez vuelvo a dormitar en el sillón de mimbre de mi abuela, mientras Héctor Larrea difunde tangos de mi época. Me despierto con Agustín Irusta fraseando: “Las sombras de la tarde vendrán trayendo tu evocación. Las voces de la brisa dirán tu nombre como un rumor. Y en el jardín del alma renacerá una flor”. Me levanto, voy a preparar el desayuno y me doy cuenta que se acabó la leche. Me visto despacio y salgo a lo de Nilo a buscar dos sachets de Las tres Niñas y un pan de manteca. Echo un vistazo al antiguo reloj. Ya han pasado dos horas desde que hice pasar a los obreros de la construcción.
Sigue haciendo frío. Hay poca gente en el mercadito de Moreno. Vuelvo rápido. Si no desayuno enseguida me va a agarrar dolor de cabeza. Esto me pasa desde que tengo uso de razón. En menos de lo que pensaba estuve de vuelta en mi cocina. Encendí la hornalla, puse la leche al fuego y dos panecillos en la tostadora. Empiezo a levantar la cortina del ventanal y mi cerebro no logra comprender lo que trasmiten mis ojos. Debería desmayarme, pero siempre he sido una mujer fuerte e imperturbable. Aunque esto jamás lo hubiera imaginado.
II
Del otro lado del patio hay un agujero en la pared. Un boquete que seguro ordenó hacer mi hermana. Los dos hombres están tratando de amurar un marco de metal. No lo puedo creer. Me pellizco para ver si es un sueño. No. No es un sueño. Es una pesadilla, pero real.
Estoy aturdida. No sé que hacer. Jamás sospeché que algo semejante me sucedería. Lo primero que se me ocurre es salir a preguntarles a esos hombres que están haciendo. Sé lo que me van a contestar pero igual los interrogo. El más petiso sencillamente me responde: “La Clarita nos pidió que le colocáramo una ventana en la sala. Mire doña, su hermana, dice que con ese tragaluz de mierda que da al pasillo se ahoga. Cualquier cosa háblelo con ella. Nosotro somo obrero vio. Sólo obedecemo ordene de la patrona. Ella nos paga y nosotro trabajamo”. Era inútil que discutiera con esta gente. Que iban a entender si apenas sabían hablar. Creo que me fui pidiendoles disculpas.
Retorné a mi hogar más desconcertada que antes. Las tostadas se habían quemado, la leche ya había hervido y yo estaba que trinaba. Encima empezaba a dolerme la cabeza. Desayuné como pude. Le pedí mil perdones a mi difunta madre y fui derecho hasta el aparador donde descansa el teléfono. Marque el 911 y, después de escuchar la grabación, una mujer muy insolente me tomó la denuncia.
No quise moverme del lugar esperando a que llegara la policía. Demoraron tanto que poco después intenté comunicarme con Guido, pero nadie contestaba en la vidriería de adelante. Seguro que estaría entregando algún pedido.
Al rato, Canela comenzó con su habitual concierto. Parece que por fin llegó la autoridad. Me asomo al pasillo y a través del cortinado puedo ver la luz intermitente del patrullero. ¡Que alivio! Levanto mi cabeza y las agujas del reloj se encuentran unidas en la parte superior. Es mediodía y en lugar de preparar mi almuerzo estoy hablando con dos uniformados. Les cuento mi tragedia y los invito a pasar. Me miran sorprendidos. Uno de ellos me informa que los hechos relatados no constituyen ningún delito. Que se trata de un problema entre vecinos. Que ellos no tienen nada que hacer. Que en todo caso me asesore con algún abogado. Me saludan y se van.
Cada instante que transcurre me siento más afligida. Asomo la nariz en lo de Guido. No hay nadie. Ni los tubos de luz están encendidos. A lo mejor no vino. Que se yo. ¡Que día! Y mi hermanita en el cementerio. Ojalá no la dejen salir de allí. ¿Para qué le habré insistido en que se mudara? Pasan los años y no escarmiento con esta cretina.
Regreso a la cocina. Veo a los albañiles presentando la ventana y con una furia descomunal bajo la persiana de golpe como si se tratara de una guillotina y en su interior se encontrara la cabeza de Clarita. Tengo mucha bronca. Sin embargo siento culpa por estos turbios sentimientos.
No tengo ganas, pero algo tengo que comer. Quito una taper de la heladera y tomo una milanesa de carne. Agarro la sartén. Vuelco un poco de aceite y tiro el filete de carne empanado con fastidio.
A mi hermanita tendría que freírla. ¡Que la parió! Lavo dos tomates redondos y los corto en rodajas. Les pongo un poco de orégano y aceite de oliva. Almuerzo en silencio. No tengo ni ganas de ver a Mirtha Legrand.
Cuando estoy lavando los platos, Canela reinicia su inconfundible concierto. Vuelvo a asomar mi cuerpo por el pasillo. El Reloj anuncia que son las dos de la tarde. Mi hermana abre la puerta. Pasa delante mío sin saludarme.
¿A dónde vas?, le digo en un tono elevado.
“A mi casa. ¿Adonde querés que vaya?”, me contesta muy suelta de cuerpo.
Vení. Tenemos que hablar.
“Bueno, ¿de qué querés hablar?”.
De la ventana. No te hagas la sota.
“¿Qué pasa con la ventana? No me vas a decir que no te gusta”.
El problema no es que me guste. El problema es que vulnera mi intimidad.
“Dale, Paulina. Tanto lío por una simple ventana. Vos tenes un hermoso jardín. Supongo que tengo derecho a ver tus plantitas y apreciar sus aromas. No me vas a negar ese derecho. ¿Pensás que te voy a espiar?”
Como tantas otras veces no supe que decirle. Me quedé mirándola sin articular una palabra. Clarita era muy astuta. Siempre terminaba enroscándome la víbora. Pegó media vuelta y se fue. Yo me quedé parada. Inmóvil. Como si me hubieran rociado con un gas paralizante. Cuando reaccioné Clarita ya había cerrado su puerta.
Entré a mi departamento completamente abatida. ¿Qué había pasado con mi rabia? Hace un rato tenía ganas de freírla viva, y ahora no podía articular una frase ¿Qué debía hacer ante semejante impotencia? Volví a llamar a Guido. Nadie contesto. ¿Habrá venido? Que se yo. De repente me desplomé en la cama entre sollozos. Luego respiré profundo y resolví volver a batallar. Si la dejaba seguir adelante en un mes la tendría adentro de mi casa controlando cada área de mi vida cotidiana.
III
Volví a la cocina. Encendí una hornalla y coloqué la pava para hacerme un té de tilo. Debía calmar mis nervios y reponerme. Traté de relajarme y de buscar una solución a este callejón sin salida aparente. Después de un buen rato decidí salir a caminar. A lo mejor el aire fresco clarificaba mis ideas. Me abrigue lo suficiente y emprendí la marcha. Las manecillas del reloj dejaban ver que eran las cuatro de la tarde. De Guido ni noticias. ¿Qué le habrá pasado a este buen hombre?
Caminé más de lo necesario. La cabeza ya la tenía sobradamente despejada. Ahora me dolían bastante las piernas. Parece que los años no pasan en vano. Durante más de tres cuartos de hora estuve sentada en un banco de la Plaza Mitre. Por suerte el sol estaba fuerte y el viento no soplaba demasiado. Cuando volvía compré unas supremas sin afinar para la noche. Herviría unas papas que sobraron del día anterior. No tenía ganas de complicarme la vida con la cena.
Guido seguía desaparecido en acción. ¡Si supiera cuanto lo necesitaba! Para su cumpleaños voy a regalarle un celular. Así lo puedo ubicar ante cualquier emergencia. Al fin y al cabo es la única persona con la que puedo contar. A mi hermana acabo de bajarle el pulgar definitivamente.
Cuando entré el reloj exhibía sus agujas en una sola línea recta vertical. Me fui derechito al ropero. Tomé la agenda y busqué el teléfono de la Dra. Ofelia Almada. Disqué su número. La secretaria me dijo que la llamara en media hora, que estaba terminando una mediación. Volví a Marcar los ocho dígitos. Esta vez pude hablar con la Doctora. Brevemente le relaté lo sucedido. Me dijo que podíamos interponer un interdicto. Que si bien era un proceso sumarísimo, igualmente teníamos que cumplir con todas las formalidades del Código ritual. Yo no entendí nada. Sólo quería saber cuanto tiempo llevaría el proceso. “Supongo que unos seis meses”, me contestó la abogada. “Calcule que entre la tasa de justicia, los gastos de inicio y mis honorarios, todo sumará algo más de cinco mil pesos”, agregó la letrada.
¡Qué bueno! yo cobro mil quinientos pesos de pensión. Si hago un esfuerzo puede ser que antes de un año logré ahorrar el dinero necesario para solventar el juicio. Le dí las gracias por el asesoramiento y la salude muy amablemente, diciéndole que pronto iría a visitarla. Sin duda es difícil acceder a la justicia sin dinero. Otra vez volví a sentirme abatida y desilusionada.
Decidí prepararme otro té de tilo. Aunque esta vez pondría dos saquitos. Uno no me haría efecto. De pronto me pareció sentir ruidos en el local. Salí al pasillo. Alcé la vista. Ya habían pasado dos horas de las seis. Caminé lo más rápido que pude. Guido estaba sacando cuentas detrás del mostrador. Con los nudillos de mi diestra golpeé tres veces la puerta de blindex hasta que mi vecino pudo escucharme. Al verme, inclinó su mano debajo del mostrador, al mismo tiempo que la chicharra me invitaba a pasar. Ingresé al local esperanzada. Suponía que Guido me ayudaría a solucionar el problema que me aquejaba desde el inicio de este nefasto día.
IV
“Hola Paulina. Que desencajada se te ve. Se puede saber que rayos te pasa”, me dijo en un tono irónico y cordial.
Respiré profundo. Abrí grande mis ojos y como si fuera a narrarle un cuento de Poe, lenta y pausadamente comencé a referirle lo acaecido. El, sólo me interrumpió para ir a buscar su pipa que descansaba en el tercer cajón de su escritorio. Me observaba con suma atención, como si estuviera jugando alguna de sus partidas de ajedrez.
Al tiempo que concluía mi relato, Guido empezó a rascarse la barbilla. Algo estaría maquinando. Era un hombre demasiado ingenioso. Mientras hacía circulitos con el humo de su pipa, musitó:
“¿Sabes si se fueron los albañiles?”.
No sé. Supongo que sí, respondí azorada. ¿No te irás a pelear?, pregunté.
“Vamos mujer, te consta que soy un hombre pacífico. Además estoy acostumbrado a usar esto”, me dijo, señalándose la sien con su dedo índice.
“Tengo una idea. Dejame agarrar unas cositas y vamos a tu patio”, prosiguió.
En unos instantes estábamos ingresando en el departamento.
V
“Háceme un favor. Anda a ver a tu hermana y decile que esta noche dan Troya en el Mundo del Espectáculo. Que no se la pierda, que es muy buena. Dale un poco de charla, entretenela y dejame hacer algo que tengo en mente. Volvé en un cuarto de hora”.
No entendí nada, pero obedientemente seguí sus directivas. Tragué saliva, puse cara de idiota y fui a ver a Clarita.
“Que te pasa. Venís a pedirme disculpas”, me dijo, mientras una sonrisa entre falsa y burlona le formaba dos pozos en sus mejillas.
No sé como hice para distraerla y no mandarla a pasear. Esos quince minutos se me hicieron de goma. Trate de disimular y una vez cumplido mi objetivo le dije que no recordaba si había dejado la plancha enchufada. Que mañana seguiríamos hablando.
Cuando retorné al patio, Guido se estaba acomodando la gorra. ¿Ya está? ¿Terminaste?, le pregunté ansiosa.
“Sí. Anda a dormir, que tengo que trabajar en lo tuyo. Mañana a las seis. Te traigo la solución”, y enfiló para el pasillo.
Pará, pará. No me dejes en ascuas. Contame que planeaste, por favor. Me miró de reojo y me dijo:
“No seas impaciente. Mañana por la mañana te vas a enterar. Quedate tranquila y dormí sin frazadas que no tenés que preocuparte por nada. Esta jugada dejamela hacer a mi”. Pegó media vuelta y se fue cerrando despacio la puerta. El reloj señalaba que eran las diez de la noche.
Intrigada hasta la médula, cené lo más rápido que pude. Dejé la vajilla sin lavar dentro del fregadero y me fui a dormir. No deseaba que mi cabeza siguiera trabajando. Debía aguardar al día siguiente. Mi protector develaría su secreto. Cerré los ojos y decreté la noche luego de una jornada bastante agotadora.
Dominada por la ansiedad, me desperté antes de que sonara el timbre. Canela, apenas tuvo tiempo para ladrar. Salí al pasillo y el reloj estaba clavado en las 6,00 a .m. Guido ingresó con unas pocas herramientas. Ya dentro del patio me pidió que le facilitara las llaves y que me fuera a descansar. Tenía que traer otras cosas y quería trabajar sin que nadie lo interrumpiera. No quise contradecirlo. Le entregue las llaves y decidí cumplir con su pedido como si fuera una simple subordinada. Antes de ingresar al comedor, me dijo:
“Una vez que termine, te llamo para que juzgues el resultado. No te voy a defraudar”.
Bueno, bueno, hace lo que tengas que hacer. Sabes que confío en vos. Como estaba vestida, no quise acostarme. Como tantas otras veces, me senté en la mecedora, puse la radio y con la música de fondo dormité más de una hora y media. Cuando abrí los ojos, Guido estaba preparando el desayuno. ¿Qué hora es?, pregunté.
“Son las ocho. Ya se acabó tu pesadilla. Hace unos minutos terminé mi obrita de arte. Desayunemos y te muestro”, dijo sonriendo.
Al terminar el café, me pidió que lo acompañara. No lo podía creer. La ventana ya no estaba. En su lugar descollaba un recuadro de mayólicas pintadas a mano, donde podía vislumbrarse la Torre del Oro reflejada sobre el río Guadalquivir. Era una hermosura. Además tapaba por completo la ventana de mi hermana.
¿Donde obtuviste semejante cosa?, le dije sin perder un gesto de admiración.
“Me lo trajo un viejo amigo de Sevilla hace unos cuatro años. La caja estaba intacta. Nunca supe donde iba a utilizarla”, me respondió.
“Pero esto no es lo mejor”, continuó. “Del otro lado del bastidor hay algo más interesante”. Y comenzó a reírse con un dejo de maldad.
¿Que hay?
¿Adivina?
No sé. No soy muy despabilada para las adivinanzas.
“Te vas a rendir tan fácilmente”.
Sí. Dale, no des más vuelta. No empieces con tus típicos rodeos, que me vas a marear. Habla de una vez.
“Simplemente un espejo. Ya es hora de que tu hermana deje de mirar a los demás y empiece a verse a si misma, ¿No te parece, Paulina?”.
“La ciudad de las mujeres”, Luis Bacalov – Fellini Grandes Éxitos.
Lunes, 12 de julio de 2010, 02:19:05 A.M.
Gustavo G. Merino.-