sábado, 11 de septiembre de 2010

UN ITALIANO DEL SUR


“En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse. Imborrables momentos que siempre guarda el corazón” Armando Manzanero - Inolvidable


UN ITALIANO DEL SUR
Para Ángel
No sé muy bien porque quiero contarles esta historia. No soy hijo ni nieto de inmigrantes, sin embargo me crié en un barrio del Gran Buenos Aires donde pululaban españoles, italianos, polacos y hasta un ucraniano. No tengo una historia cercana con esos anónimos seres que bajaron de los barcos, pero hay algo de esos hombres y mujeres que aún hoy me conmueve. Será su afán de lucha, su espíritu aventurero o su desarraigo que lejos de convertirse en una desventaja les posibilitó vencer las adversidades de su propia existencia.
Quizás por eso voy a quitarles un poco de vuestro tiempo y develarles algunos pormenores de la vida de Don Pasquale Lopardo:
“El tano”, como lo llamaban mis vecinos, llegó al país a fines del año treinta y nueve. Había venido de polizonte en la bodega de un barco cajetilla, huyendo de la inminente guerra y de la pobreza que sumían a su pequeña aldea de Potenza.
Supongo que debió despegarse de sus padres a una edad estrechamente temprana; enfrentándose a un mundo demasiado cruel y distante del pueblito que lo viera nacer. Solo y triste, habría emprendido su primer viaje para convertirse en adulto antes de tiempo. En éste territorio ajeno y lleno de desconocidos fue forjando su azaroso porvenir.
Alguna vez me contó que cuando desembarcó en Buenos Aires, durante unos días se alojó en el Hotel de Inmigrantes de Retiro. Después se instaló para siempre en la localidad de “San Gusto” como solía decir en su idioma natal entreverado con nuestro castellano.
Para poder ingresar al país tuvo que casarse por poder y riéndose de si mismo aseveraba que iba a separarse por no poder. Su abnegada esposa parecía más una empleada que una compañera. Estaba dedicada casi exclusivamente a los quehaceres domésticos. Lavaba, planchaba y con rigurosa precisión todos los días a las doce en punto debía tener la mesa servida y ocho horas más tarde había que estar cenando rutinariamente.  Sólo se los veía juntos cuando iban de compras a la feria de los martes.
Pronto consiguió laburo en La Vicri, una fábrica de azulejos ya desaparecida que quedaba en las cercanías de la Estación Caseros. Al poco tiempo se convirtió en un oficial calificado, trabajando duro y parejo hasta que se jubiló. En esa época era muy habitual dejar casi toda una vida en la misma empresa. Después se dedicó a cultivar una pequeña quinta donde no faltaban los tomates, las radichetas y los pimientos que usaba para preparar los macarroni a la putanesca de los domingos al mediodía.
Era una persona de escasa instrucción pero con una gran cultura. Sencillo y abierto a descorrer los intricados velos de la vida. Apenas había terminado la primaria, sin embargo tenía una visión muy cosmopolita del mundo que supo conocer. Confesaba que sus conocimientos los había adquirido oyendo a los mayores y rodeándose de la mejor gente que le toco frecuentar en cada uno de los lugares que debió transitar.
Cuando lo conocí era un hombre que rondaría los sesenta y tres años. De estatura mediana, fornido y barrigón. Con canas onduladas, nariz prominente y un rostro liso y redondeado. Su tez invariablemente se veía rojiza, como si tuviera vergüenza de algo y sus ojos lucían apagados, como entristecidos por alguna intensa congoja. Usaba unas camisetas blancas musculosas y alternaba, según el clima, pantalones de gabardina o franela sujetados con tiradores color beige dos números más grandes que su talla.
Era un hombre recio y autoritario. “Lo que no entra por la cabeza entra por el lomo” decía cuando algún chico no le obedecía. Para poner orden todo lo resolvía con su clásico “Estate chito bambino. No me provocare que te fajo”. Era un tipo raro, de mal carácter y distante, sin embargo siempre tenía una bolsa con caramelos media hora para convidarme.
En una época donde la calle era un lugar público y seguro, pasaba largas horas sentado en la vereda sobre una silla de paja que montaba al revés. Así permanecía hasta el anochecer, mirando el horizonte de casas bajas iluminadas por una tenue luz de mercurio, mientras sus remembranzas volaban en medio de distantes montañas sureñas. 
Tenía algo de tanguero en sus entrañas. A pesar del tiempo transcurrido aún añoraba los aromas de su alejada aldea. En el terreno del fondo había levantado un parral, tratando de recuperar la fragancia de los viñedos que cercaban su casa natal.  Sin embargo refunfuñaba, porque si bien sus pulmones lograban impregnarse del olor de las uvas recién maduradas, sus ojos no podían divisar el sinuoso paisaje Brienzano.
Últimamente se lamentaba de haber hecho sólo lo que pudo y no lo que quiso. Su impronta anarquista le había forjado un alto sentido de la responsabilidad individual, por eso sabía que su pesada mochila no podía endilgársela a nadie.  Sus pesares eran de él y de nadie más. Mal o bien, había sido el único artífice de su propio destino, aunque los avatares de la vida lo hubieran llevado por senderos que jamás hubiera imaginado  transitar.
A menudo silbaba una dulce y melancólica canzoneta.  Durante años quise preguntarle porque, pero por vergüenza o por pudor nunca me animé. Suponía que su madre se la habría enseñado cuando recién estaba aprendiendo a dar sus primeros pasos o que esa canción sería lo único que podía conservar de su paisaje rural. Quizás por eso prefirió asentarse en la periferia antes que en la gran ciudad.
Presumo que para no llevarse el secreto consigo, en su último otoño me reveló que de muy jovencito supo estar enamorado de una “bellissima ragazza”. Cada vez que la veía la increpaba diciéndole:“Tu mi piaci, ¿che cosa devo fare?”. Ella se sonrojaba y salía corriendo sin decir media palabra. Poco después de iniciada la guerra logró consumar su amor sellándolo con un eterno y perdurable beso, pero los hechos que ahora ustedes conocen hicieron imposible su continuidad.
Ésta no es más que una simple historia de amor y desencuentro. Donde el paso del tiempo y la distancia no pudieron evitar que Pasquale se olvidara de  ese primer amor. Probablemente de no haber sido por las ambiciones del Duce que participo en esa infausta guerra otro hubiera sido su destino.

“Anema e Core”, Mandolini Napoletani, Gruppo Mandolonistico di Amalfi

Domingo, 29 de agosto de 2010, 02:09:54 P.M.
Gustavo G. Merino    

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